Subía por su cuerpo una manera de ausencia que lo iba perdiendo hacia lo definitivo. Había muerto ya en más de la mitad y pronto su corazón estéril iba a quedar fijo, oxidado, dentro de la muralla de piedra.
Recordó entonces los tiempos de la guerra, cuando el pueblo andaba en armas, lleno de odio.
Aquella vez en su iglesia había mucha gente, mujeres y campesinos, con la mirada sin apelación, cayendo como plomo.
—Quieren crucificar otra vez a Jesús —dijo el cura, y una sordera, una cosa fría e irremediable respondió a sus palabras.
He aquí las palabras que después se tornan sangre y fuego y llanto. Nacen, no son nada, apenas un pequeño, inconsciente esfuerzo pulmonar, pero cuando entran en el hombre se endurecen y cobran su tributo. Se fueron los hombres al monte y el cura se escondió para oficiar en secreto, por las noches.
Aquello era sucio y bajo. Los rostros habían perdido devoción profundidad. Él los miraba, en aquellas casas donde decía la misa, cómo tenían un aire concupiscente y equívoco Las viejas le besaban la mano otorgándole una dignidad ilegítima de jefe armado, de jefe sangriento, mientras los campesinos morían.
Alguien le contó la historia de un hombre: por la mañana lo habían tomado preso los federales. Era un campesino modesto que nadie conocía, descalzo, ni siquiera con huaraches. Tenía una humilde cobijita raída que no quiso abandonar. No dijo una palabra cuando lo aprehendieron los federales.
—Está bien, mis jefes . . . —musitó resignado cuando supo que lo iban a matar.
"¿Qué le vamos a hacer? —pensó—. ¡Ya me tocaría!"
Dobló su cobijita y se la puso al hombro. Le daba así un calor humilde y tierno. Era una cobijita sin cardar, de lana corriente, pero él la sentía como un abrigo infinito.
¿Qué podría hacer sin ella?
A veces dicen algo estos rostros de campesino, pobres y morenos. Dicen algo a pesar de la mirada.
Yo era sílice entonces y apenas, en mí, algo remotísimo, esencia de sombra, me situaba en el reino; algo menor que el menor signo de un soplo de presentimiento incapaz de ser miedo. […] Era preciso el milagro y mi destino convertiríame en pez, en reptil, en ave, hasta llegar aquí, sollozando eternamente. Úrsulo descubrió de pronto que su reino no era de este mundo. Que pertenecía al mundo de lo inanimado, antes siquiera, de lo vegetal, y que como la piedra maternal primera, ignorándolo también, era tan sólo extrahumana voluntad hacia el ser, la más vehemente, la más ardiente voluntad de la historia, la voluntad, la vocación de la piedra: sin armas, como ella, sin pensamiento, inmóvil, último, esperando durante una centuria, como parte del tiempo ya, convertido ya en tiempo espeso. Su madre murió al darle a luz y una antigua leyenda del país contaba de la diosa indígena que pariera desde el cielo un cuchillo de obsidiana. Al estrellarse de las astilas negras y relucientes del cuchillo había nacido la primera pareja humana, y de la primera la segunda, y de la segunda la tercera, hasta hoy.
Cecilia era la tierra, las quince hectáreas de Úrsulo. La tierra es una diosa sombría. Hay un origen cósmico, que viene desde la nebulosa, antes de la condensación y antes del fuego, hasta este día. La tierra demanda el esfuerzo, la dignidad y la esperanza del hombre. Natividad anhelaba transformar la tierra y su doctrina suponía un hombre nuevo y libre sobre una tierra nueva y libre. Por eso Cecilia, que era la tierra de México, lo amó, aunque de manera inconsciente e ignorando las fuerzas secretas, profundas, que determinaban tal amor. Calixto y Úrsulo eran otra cosa. La transición amarga, ciega, sorda, compleja, contradictoria, hacia algo que aguarda en el porvenir. Eran el anhelo informulado, la esperanza confusa que se levanta para interrogar cuál es su camino. Chonita había muerto, muchos, muchísimos años antes, fruto misterioso de la desesperanzada tierra. La devorarían hoy los zopilotes.
La tierra había perdido el alba; una lucha angustiosa se libraba de la tormenta contra la aurora, del gigantesco saurio de la tempestad contra la espada, como al principio de este sistema de odio y amor, de animales y hombre, de dioses y montañas que es el mundo. Se habían roto todas las ataduras con el pasado. Su hija de yeso era como la cruz límite que en los pueblos señala las últimas casas. Adelante de ella sólo la tempestad.
Pendant quelques secondes la cage rectangulaire restait vide, comme s’il n’y avait pas de singes, après le passage de chacun d’eux dont les pas les menaient, en sens inverse, aux extrémités de leur cage, une trentaine de mètres, soixante allers-retours. Et cet espace vierge, sans dimension, se transformait alors en territoire souverain, inaliénable de l’œil droit qui surveillait obstinément, millimètre par millimètre, tout ce qui pouvait se produire en cet endroit de la Section. Singes, archi-singes, stupides, vils et innocents, possédant l’innocence d’une putain âgée de dix ans. Suffisamment stupides pour ne pas se rendre compte que les prisonniers c’étaient eux et personne d’autre, eux et leurs mères, leurs enfants et les pères de leurs pères. Ils se savaient faits pour surveiller, espionner, regarder autour d’eux, afin que personne ne puisse filer entre leurs doigts, s’échapper de cette ville aux rues de grilles, de ces barres multipliées à l’infini, de ces recoins, et leur visage stupide n’était que l’expression de la vague nostalgie d’autres facultés qu’il leur était impossible d’exercer, un certain bégaiement de l’âme ; ces visages de primates, dans le fond plutôt tristes à cause d’une perte irréparable et ignorée ; ils étaient couverts d’yeux de la tête aux pieds, d’une résille d’yeux, une rivière de pupilles parcourant tout leur corps, la nuque, le cou, les bras, le thorax, les couilles ; ils disaient et pensaient que c’était pour pouvoir manger, pour qu’on ait de quoi manger chez eux où la famille singe dansait, glapissait, les fils et les filles et la mère, velus par dedans, pendant les vingt-quatre heures de garde à la Prison Préventive, allongé sur le lit, sale et poisseux, les billets crasseux des misérables pots-de-vin posés sur la table de nuit et ne sortant pas non plus de la prison, infâmes, prisonniers d’un circuit sans fin, billets de singe que la femme étirait et repassait entre ses mains, longuement, terriblement, sans qu’elle s’en rende compte. Sans qu’ils se rendent compte de rien du tout. De la vie. Sans qu’ils s’en rendent compte, ils étaient là dans leur cage, mari et femme, mari et mari, femme et enfants, père et père, enfants et parents, singes effrayés et universels.
Et puis ce bruit, comme d'un papillon, le bruit du vent. Papillon qui parfois assombrissait toute la pièce quand une rafale éteignait les deux cierges.
Le vent était comme la rivière, il apportait son humidité et ses mises en garde, et le papillon avait des ailes d'eau, de larmes. Les gens somnolaient, les yeux lourds, sans cesser de marmotter les mêmes litanies :
- Priez pour nous, pauvres pécheurs, priez pour nous...
A coup sûr, ce n'étaient pas ces deux hommes, Ursulo et Adan, qui l'avaient appelé. Non, c'étaient plutôt les ombres, le gouffre, la tristesse, tout ce qui, exilé de l'aurore, de la lumière palpitait si fortement dans le vent, dans son église, dans la rivière, dans le secret de la confession. Le paysage était le même, oui, là, au fond de la poitrine de chaque homme comme au fond de l'histoire. Voilà pourquoi il marchait, avec les sacrements : pour partager la tragique révélation du naufrage, du naufrage permanent de leur vie.