Le Crayon du charpentier

(Désolée, je n'ai pas le texte en français)
Y en la cárcel los presos organizaron también una orquesta. Había entre ellos varios músicos, buenos músicos, los mejores de las Mariñas, que durante la República había sido zona de muchos bailes. La mayoría eran anarquistas y les gustaban los boleros románticos, con la melancolía del relámpago luminoso. No había instrumentos, pero tocaban con el viento y con las manos. El trombón, el saxo, la trompeta. Cada uno reconstruía su instrumento en el aire. La percusión era auténtica. Uno al que le llamaban Barbarito era capaz de hacer jazz con un orinal. Habían discutido si llamarla Orquesta Ritz u Orquesta Palace, pero al final se impuso el nombre de Cinco Estrellas. Cantaba Pepe Sánchez. Lo habían detenido con varias docenas de huidos en las bodegas de un pesquero, a punto de salir hacia Francia. Sánchez tenía el don de la voz, y cuando cantaba en el patio, los presos miraban hacia la línea de la ciudad recortada en lo alto, porque la prisión estaba en una hondonada entre el faro y la ciudad, como diciendo no sabéis lo que os perdéis. En ese momento, cualquiera de ellos pagaría por estar allí. En la garita, Herbal dejaba el fusil, se apoyaba en la almohada de piedra y cerraba los ojos como el bedel de un teatro de ópera.

Había una leyenda en torno a Pepe Sánchez. En vísperas de las elecciones de 1936, cuando ya se intuía la victoria de las izquierdas, proliferaron en Galicia las llamadas Misiones. Eran predicaciones al aire libre, dirigidas sobre todo a las mujeres campesinas, entre las que los reaccionarios cosechaban más votos. Los sermones eran apocalípticos. Vaticinaban plagas terribles. Hombres y mujeres fornicarían como animales. Los revolucionarios separarían a los hijos de sus madres en cuanto saliesen de sus vientres para educarlos en el ateísmo. Se llevarían las vacas sin pagar un duro. Y sacarían en procesión a Lenin o a Bakunin en vez de a la Virgen María o al Santo Cristo. En la parroquia de Celas se convocó una de estas misiones, y un grupo de anarquistas decidió reventarla. Se hizo un sorteo y le tocó a Pepe Sánchez. El plan era el siguiente: Debía ir en burro, con el hábito de dominico, e irrumpir como un poseído en medio de la prédica. Sánchez sabía lo que podía llegar a hacer una muchedumbre estafada, y el día del suceso desayunó con un cuartillo de aguardiente. Cuando se presentó en el lugar, montado en el burro y gritando «¡Viva Cristo Rey, abajo Manuel Azaña!» y cosas por el estilo, los frailes predicadores aún no habían aparecido, retrasados por no se sabe qué. Así que la multitud lo tomó por verdadero y lo fue guiando, sin él quererlo, hacia el púlpito improvisado. Y entonces Pepe Sánchez no tuvo más remedio que tomar la palabra. Que en el mundo no había nadie suficientemente bueno como para mandar sobre otro sin su consentimiento. Que la unión entre hombre y mujer tenía que ser libre, sin más anillo ni argolla que el amor y la responsabilidad. Que. Que. Que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón y que parva es la oveja que se confiesa con el lobo. Era un tipo guapo. Y el vendaval agitándole el hábito y las románticas guedejas le daban un magnífico aire de profeta. Después de unos murmullos iniciales, se hizo el silencio y gran parte de los congregados, sobre todo las muchachas, asentían y lo miraban con devoción. Y entonces Pepe, ya desenfrenado, como si estuviese en el palco de una verbena, cantó aquel bolero que tanto le gustaba.

En el tronco de un árbol una niña
grabó su nombre henchida de placer,
y el árbol conmovido allá en su seno
a la niña una flor dejó caer.

Aquella misión fue un éxito.

A Pepe Sánchez lo fusilaron un amanecer lluvioso de otoño del 38. La víspera, las palabras desaparecieron de la prisión. Lo que que daba de ellas eran despojos en el chillido de las gaviotas. El lamento de un pasador en la garganta del cerrojo. Las boqueadas de los sumideros. Y entonces Pepe se puso a cantar. Cantó toda la noche acompañado desde sus celdas por los músicos de la Orquesta Cinco Estrellas, con sus instrumentos de aire. Cuando se lo llevaban, con el cura detrás murmurando una oración, aún tuvo humor para gritar por el pasillo: ¡Vamos a tomar el cielo! ¡Yo bien puedo entrar por el ojo de la aguja! Y es que era esbelto como un sauce.

No, en aquella ocasión no hubo voluntarios para el pelotón, le dijo Herbal a María da Visitaçáo.

Regarde, les lavandières sont en train de peindre la montagne, lança soudain le défunt. En effet, les lavandière étendaient leur linge au soleil, entre les rochers, sur les buissons qui entouraient Le phare. Leur baluchon ressemblaient au ventre de chiffon d’un magicien. Elles en tiraient d’innombrables pièce de couleur qui repeignaient différemment la montagne. Les mains roses et boudinées suivaient les injonctions que lançaient les yeux du garde civile guidés à leur tour par le peintre : les lavandières ont les mains roses parce qu’à force de frotter et de frotter sur la pierre du lavoir, le temps qui passe se détache de leur peau. Leurs mains redeviennent leurs mains d’enfants, juste avant qu’elle ne soit lavandières. Leurs bras, ajouta le peintre, sont le manche du pinceau. Ils ont la couleur du bois des aulnes car eux aussi ont grandi au bord de la rivière. Lorsqu’ils sortent le linge mouillé, les bras des lavandières deviennent aussi dur que les racines plantées dans la berge. La montagne ressemble à une toile. Regarde bien. Elles peignent sur les ronces et les genêts. Les épines sont les plus efficaces pinces à linge des lavandières. Et vas-y. La longue touche de pinceau d’un draps tout blanc. Et encore deux touches de chaussettes rouges. La trace légère et tremblante d’une pièce de lingerie. Chaque bout de tissu étendu au soleil raconte une histoire.
Les mains des lavandières n’ont presque pas d’ongle. Cela aussi raconte une histoire, une histoire comme pourrait en raconter également, s’il nous disposions d’une radiographie, les cervicales de leur colonne vertébrale, déformées par le poids des baluchon de linge qu’elles transportent sur la tête depuis de nombreuses années. Les lavandières n’ont presque pas d’ongles . Elles racontent que leurs ongles ont été emportés par le souffle des salamandres. Mais, bien entendu, venant d’elles, ce n’est qu’une explication magique. Les ongles ont été tout simplement rongé par la soude.

Herbal était oppressé et il aurait bien aimé qu'une rafale d'air l'anéantisse du dedans. Puis il la vit enfin s'approcher de lui sur le chemin sablonneux qui menait à la route. C'était la Mort avec ses souliers blancs. Instinctivement il se tâta l'oreille pour toucher le crayon de charpentier. Allez viens, salope, je suis sans défense à présent !
Pourquoi demeurait-elle si silencieuse ? Pourquoi ne maudissait-elle pas cette putain de Vie et l'accordéoniste souriant qui était parti avec elle ?
Rentre, Herbal ! lui cria Manila en le couvrant avec son châle de dentelle noire. Qu'est-ce que tu fais là-dehors, tout seul comme un chien ?
La douleur fantôme, murmura-t-il entre ses dents.
Qu'est-ce que tu dis, Herbal ?
Rien.
Rien du tout.

J'étais devenu un surveillant qui ne surveillait plus rien du tout . L'idée de s'évader ne pouvait venir à personne. Pourquoi l'aurait-on fait ? Toute l'Espagne n'était plus qu'une gigantesque prison.

Benito Mallo avait atteint le niveau de richesse à partir duquel les gens cessent de demander comment on y s'est pris.