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3.72/5 (sur 29 notes)

Nationalité : Argentine
Né(e) à : Buenos Aires , le Janvier 1967
Biographie :

Romancier, essayiste et nouvelliste argentin.
Martin Kohan enseigne la théorie littéraire à l'université de Buenos Aires.
Il est l’auteur de plusieurs romans et essais, dont un sur Walter Benjamin. Sciences morales, son deuxième livre publié en France, a obtenu le Prix Herralde de novela en 2007.
En 2012, il publie Le conscrit, aux éditions du Seuil.
Critique littéraire, il collabore à plusieurs journaux et revues.

Le film L'œil invisible est l'adaptation sur grand écran du roman Ciencias Morales (traduit en français sous le titre de Sciences morales), réalisé par Diego Lerman en 2010.

Source : http://ecrivainsargentins.viabloga.com/news/martin-kohan
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Bande annonce en v.o. de la "Mirada invisible" de Diego Lerman, adaptation du roman "Sciences morales" de Martin Kohan


Citations et extraits (10) Ajouter une citation
Lo mejor, me dije, era dejar las cosas como estaban. Fuera quien fuese el que había escrito esa nota en el cuaderno, ni siquiera se daría cuenta de que había sido corregido. No tendría ni tanta memoria ni tanta capacidad de observación para darse cuenta, porque esas carencias eran justamente las que lo habían llevado a cometer el error. Y si, por una de esas cosas, llegaba a notar lo ocurrido, lo más probable es que no dijera nada al respecto. Ni siquiera a un hombre como el cabo Leiva le gustaba pasar por bruto, aunque lo fuera.
Mi padre me contó que había un militar que tenía este lema: “Al pedo, pero temprano”. Me dijo que esa consigna ilustraba bastante bien el modo de razonar de los militares. Después insistió mucho en que no fuera a mencionar esta anécdota a nadie en la conscripción, ni siquiera a los compañeros. “Vos calladito”, me dijo, y me guiñó un ojo.
En ese cuaderno de notas sólo se registraban los mensajes importantes. Por eso estaba siempre al lado del teléfono, y en la mesa no había ninguna otra cosa. Estaba terminantemente prohibido hacer cualquier anotación que no estuviera referida a las consultas o los avisos enviados desde las otras unidades. Algunos días pasaban sin que se recogiera ningún mensaje. El único que se había recibido aquel día era ese que mencionaba el asunto médico.
No tenía que creer en lo que oía: no era cierto que una mujer pariendo fuese igual que una perra pariendo, ni era cierto que su chiquito le hubiese nacido muerto, porque ella lo estaba oyendo llorar.
Unas cuantas comunicaciones eran anodinas, puramente operativas. Otras, sin dejar de ser operativas, solicitaban mayor reserva. La que aquel día se encontraba en el cuaderno de notas exigía, evidentemente, una considerable discreción.
Yo le debía a la generosa confianza que me obsequiaba el doctor Mesiano la posibilidad de acceder a este tipo de consultas técnicas, partes de la realidad en las que un saber abstracto encontraba su aplicación y su utilidad en lo concreto.
Le arrimaron un balde y un trapo, y le ordenaron que limpiara lo que había hecho. Entre risas la vieron fregar los líquidos de su cuerpo. “La placenta metela nomás en el balde”, le dijo uno, seguramente el que jugaba ...
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Mi padre era un hombre muy dado a contar anécdotas. Muchas de esas anécdotas, como suele ocurrir, provenían de sus ya lejanos quince meses de servicio militar, y apenas se supo con certeza que el número que me había tocado en suerte era el cuatrocientos noventa y siete, todas ellas volvieron a ser contadas, una por una, como por primera vez.

Había una que refería una formación matinal en el patio del cuartel. Unos treinta soldados en ropa de fajina y en posición de firmes. Y un teniente coronel, cuyo nombre mi padre se esforzó inútilmente por traer a su memoria, pasando revista. En un momento determinado, el teniente coronel pregunta a toda voz: “¡Soldados! ¿Quién de ustedes sabe escribir bien a máquina?”. Y agrega: “El que sabe escribir bien a máquina, que dé un paso al frente”. Por un instante, nadie dice nada. Hay que ver qué significa exactamente escribir “bien” para el teniente coronel. Por fin, casi en el extremo de la fila, un pelirrojo pecoso que no mide más que un metro y medio da un paso adelante y exclama: “¡Yo, mi teniente coronel!”. El teniente coronel se le acerca y a los gritos lo interroga: “¿Usted, soldado, sabe escribir bien a máquina?”. El soldado exclama: “¡Sí, mi teniente coronel!”. “Bueno”, le dice el teniente coronel, “agarre ese balde y ese cepillo que ve allá, y en una hora me limpia bien las letrinas del regimiento”.

Mi padre sacaba una moraleja de esta historia: en el servicio militar, conviene no saber nunca nada. Me aconsejó que aprendiera esa lección elemental. “No hay que actuar como los judíos”, me dijo, “que siempre quieren hacer ver que saben todo”.
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En el flujo continuo de las calles y de las casas, se hacía difícil pensar que se trataba de ciudades distintas. Avellaneda, Banfield, Quilmes, Lanús, Gerli, Remedios de Escalada: uno pasaba de una a otra como quien se mueve dentro de una misma ciudad, sin fronteras o separaciones apreciables. Parecían barrios de una ciudad, y no ciudades cada una de ellas. Pero el que pertenece sabe, sabe que una avenida determinada separa lugares bien distintos, y que haber nacido de la avenida para acá no es lo mismo que haber nacido de la avenida para allá, o que haber nacido de la vía para acá no es lo mismo que haber nacido de la vía para allá.
El doctor Mesiano no era de esa zona, pero sabía. No precisaba vivir o haber vivido en ninguno de esos sitios para evitar la simplificación de tenerlos a todos por un mismo suburbio, a todos como una misma periferia indeterminada. Sus razones eran, ante todo, de orden administrativo: no le importaba distinguir ciudades ni le importaba distinguir barrios dentro de una ciudad; sí precisaba distinguir jurisdicciones, porque cada jurisdicción definía una competencia, y cada competencia, una responsabilidad.
Así, las jurisdicciones ponían orden en los acontecimientos: no había hecho alguno que quedara fuera de ese orden, y de él obtenía su significación.
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El cuaderno de notas estaba abierto, en medio de la mesa. Había una sola frase escrita en esas dos páginas que quedaban a la vista. Decía: “¿A partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?”.
Suponíamos con razón que, habiendo números de por medio, se trataba de una simple cuestión de azar. Claro que muchas veces la ciencia se vale también de cifras, y los números sirven a los cálculos más racionales. Aquí, sin embargo, se trataba de un sorteo, y en los números no se jugaba otra cosa que la suerte.
Descubrí que, al lado del cuaderno de notas, estaba la birome con la que esa nota había sido escrita. Una birome rota en el extremo, evidentemente porque alguien descargaba sus nervios mordiendo el plástico ingrato. Tomé esa birome, tratando de no tocar la parte rota: tal vez estuviera húmeda todavía. Mi pulso por entonces ya era bueno. Era capaz de enhebrar un hilo hasta en las agujas más pequeñas. Por eso pude agregar el trazo faltante a la letra ese, y que no se notara que había habido una corrección posterior. Desde siempre parecía haber sido una zeta, tal la gracia de la colita que yo adosé en la parte de abajo de la letra. Ahora la ese era una zeta, como corresponde.
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Sin tener ninguna seguridad de que alguien fuera a escucharla, avisó: “Ya viene”. Lo dijo en voz alta, por si acaso no estaba totalmente sola; pero también lo dijo como para sí misma, en ese punto remoto de la conciencia y del olvido en el que la voz alta y la voz baja ya no se distinguen bien, ni se distinguen bien tampoco lo que se dice hacia afuera y lo que se dice para adentro.

De todas formas, la noche estaba tan callada a esa hora, que en algún punto indefinible de las puertas y los pasillos, alguien la escuchó. De lejos se oyó una voz que le respondía: “Avisá cuando te duela cada cinco minutos”.
El que le dijo eso debía saber que ella no tenía un reloj, y que de haber tenido un reloj, no tenía forma de mirarlo. Pero cinco minutos equivalían a trescientos segundos, y ella había aprendido a medir el paso de los segundos sin apuro y sin retardo. Era más fácil medir el paso de los segundos que el paso de las horas, y era más fácil medir el paso de las horas que el paso de los días.
Se puso a calcular los minutos de cada intervalo. Sólo los flujos del dolor le hacían perder la cuenta. Pese a todo, supo cuándo llegaba el momento. Y entonces volvió a avisar: “Ya viene”.
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Todo en ese lugar era puro artificio, pero no el cuerpo accesible de la mujer desnuda. No el cuerpo desnudo que se extendía para quedar a disposición. Un cuerpo desnudo que se entregaba sin reservas ni reticencias. Y sin embargo, de ese cuerpo desnudo, de esa mujer desnuda, no había manera de obtener una verdad. Se podía hacer lo que uno quisiera con el cuerpo resignado, excepto sacarle algo que a las claras mostrara que era una expresión de autenticidad, y no un ardid o un fingimiento.
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La vie de routine exige tout d’abord un certain effort, mais, en définitive, une fois l’habitude prise, elle se révèle avantageuse
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- Pour une femme, vous tenez très bien votre poste imaginaire.
Maria Teresa ne comprend pas du tout ce que M. Biasutto a voulu dire par là, mais il lui semble préférable de l'accepter et d'approuver plutôt que de demander des explications.
- Je fais seulement mon devoir.
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Le Dr Padilla a recommandé aux intéressés, avant tout pour leur éviter de passer un mauvais quart d’heure, d’éviter d’user de la détenue pendant une trentaine de jours après l’accouchement
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Le Dr Padilla a expliqué que le commerce rectal avec la détenue ne devait pas entraîner de conséquences fâcheuses, dès lors que l’on évitait les mouvements trop brusques
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