"El agua de aquel río se manchó y lo iba madurando todo, hasta pudrirlo. Bebió una yegua preñada y se volvió toda blanca y transparente, porque la sangre y los colores se le iban al feto, que se veía vivísimo en su vientre, como dentro de un fanal. La yegua se tendió sobre el verde y abortó. Luego volvió a levantarse y se marchó lentamente. Era toda como de vidrio, con el esqueleto blanco. El aborto, volcado sobre la hierba menuda, tenía los colores fuertísimos y estaba envuelto en una bolsa de agua, rameada de venillas verdes y rojas que terminaba en un cordón amoratado por cuya punta iba saliendo el líquido lentamente. El caballito estaba hecho del todo. Tenía el pelo marrón rojizo y la cabezota grande, con los ojos fuera de las órbitas y las pestañas nacidas; el vientre hinchado y las cañas finísimas, que terminaban en unos cascos de cartílago, blando todavía; las crines y la cola flotaban ondulando por el líquido mucoso de la bolsa, que era como agua de almíbar. El caballito estaba allí como en una pecera y se movía vagamente. El gallo de la veleta rasgó la bolsa con su pico y toda el agua se derramó por la hierba. El potro, que tendría el tamaño de un gato, fue despertando poco a poco, como si se desperezara, y se levantó. Sus colores eran densos y vivos, como no se habían visto nunca; todo el color de la yegua se había recogido en aquel cuerpo pequeñito. El potrillo dio una espantada y salió en busca de su madre. La yegua se tendió para que mamara. Blanqueaba la leche en sus ubres de cristal"