Tranquera
Como el alfarero de Ilobasco modela sus muñecos de barro: sus viejos de cabeza temblona, sus jarritos, sus molenderas, sus gallos de pitiyo, sus chivos patas de clavo, sus indios cacaxteros y en fin, sus batidores panzudos; así, con las manos untadas de realismo; con toscas manotadas y uno que otro sobón rítmico, he modelado mis Cuentos de Barro.
Después de la hornada, los más rebeldes salieron con pedazos un tanto crudos; uno que otro se descantilló; éste salió medio rajado y aquél boliado dialtiro; dos o tres se hicieron chingastes. Pobrecitos mis cuentos de barro... Nada son entre los miles de cuentos bellos que brotan día a día; por no estar hechos en torno, van deformes, toscos, viciados; porque, ¿qué saben los nervios de línea pura, de curva armónica? ¿Qué sabe el rojizo tinte de la tierra quemada de lakas y barnices?; y el palito rayador, ¿qué
sabe de las habilidades del buril?... Pero del barro del alma están hechos; y donde se sacó el material un hoyito queda, que los inviernos interiores han llenado de melancolía. Un vacío queda allí donde arrancamos para dar, y ese vacío sangra satisfacción y buena voluntad.
Una tarde dioro en que el negro estaba curando una ternera trincada, con una pluma de pollo untada de creolina, Chabelo se decidió por fin; y, un tanto encogido, se acercó y le dijo:
—Mirá, negro, te pago dos bambas si me decís el secreto de la flauta. Vos le bis hallado algo que le pone esa malicia... Seya chero y me lo dice...
El negro se enderezó, desgreñado, blanca la boca de dientes amigos y franca la mirada de niño. Tenía abiertos los brazos como alas rotas, sosteniendo en una mano la pluma y en la otra el bote.
Miró luego al suelo empedrado y meditó muy duro. Luego, como satisfecho de su pensada dijo al pitero:
—No me creya egóishto, compañero, la flauta no tiene nada: soy yo mesmo, mi tristura..., la color..