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3.44/5 (sur 8 notes)

Nationalité : Équateur
Né(e) à : Guayaquil , le 24 mai 1909
Mort(e) à : Mexico , le 6 janvier 1981
Biographie :

Romancier, poète et dramaturge équatorien.

Il est membre du groupe de Guayaquil qui revendique le nativisme littéraire. Il est un auteur prolifique du réalisme social.

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Citations et extraits (6) Ajouter une citation
Contemplan impasibles la caída de cada árbol. Después, se le echan encima y repican sus ramas, despojándolo de enredaderas. En medio de la estampida de los pobladores de la selva, los mosquitos son los únicos que no se asustan ni huyen. Antes bien, se les prenden en las espaldas, las piernas y los brazos.
Sólo el rostro es defendido por el cigarro infallable. El sol les cae cada vez más fuerte. A ratos como que quisiera incendiarlos. En los sitios abiertos parecen tener más próximo su fuego. Siguen sudando. A algunos les duele la cintura de tanto estar agachados. Sólo muy de vez en cuando los abanica una ráfaga de viento sur. Medio levantan la cabeza. Anhelan detenerse un instante, para disfrutarla mejor. No pueden. Enseguida oyen a su espalda, como adivinándoles el pensamiento, la voz de don Guayamabe.
-No hay que remolonear, no hay que remolonear.
Continúan el trabajo. Éste y el calor los ciega. Los pies empiezan a pisar de puntillas evadiendo el contacto de la tierra, que es como un horno. De rato en rato, sangra uno que otro. No necesitan ni mirarse, para saber que se trata de una espina, quizá de las peores. Quisieran sacársela y echarse algo para que no se les infecte, aunque sólo sea de ceniza de cigarro con saliva. Pero allí está don Guayamabe y no soporta ningún descanso.
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Lo que observaron era portentoso. Una especie de fiebre colectiva estaba sacudiendo a ese mundo animal-vegetal. Todos trabajaban. Los árboles caían, talados por los hombres. Éstos, quitaban las ramazones. Cortaban las más gruesas. Las que podían servir para estacas o travesaños. En seguida los monos se trepaban a los troncos, tratando de limpiarlos. Los despojaban de hojas, flores, frutos o enredaderas. A veces ellos mismos transportaban los trozos de madera hacia donde se unían los cerros. Otras ocasiones, no lo hacían. Habían aparecido, venidos quien sabe de dónde, centenares de murciélagos. Eran éstos quienes cumplían el encargo. Volaban torpemente en múltiples de siete. Se hacinaban debajo de los troncos. Y alzaban otra vez el vuelo. Los troncos se elevaban entonces, como si tuvieran alas. No sólo eran los monos y los murciélagos. También otras especies zoológicas prestaban sus servicios. Como en todas las horas cruciales, parecían olvidar sus cotidianas diferencias. En un pacto implícito, no se devoraban los unos a los otros. Cuando chocaban entre sí, por acaso, se apartaban con prudencia. Sin responder a sus instintos naturales de agresión. Continuaban usando sus propios lenguajes. Desde los mamíferos hasta los reptiles. Sin embargo se diría que un sincronismo dinámico unificaba esas expresiones en un idioma único, exclusivo, integrado en la voz de la selva.
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De improviso, se levantó la arena de la orilla. Empezó a girar con avidez vertiginosa. La arena de la orilla. En medio de ellos. Arropándolos. Envolviéndolos. En ola ascendiente de tirabuzón de dientes, ojos cabellos, torsos, manos, pies... Poco a poco, se fue integrando, en primer plano, la figura de una víbora tricéfala. La cabeza del centro correspondía a Rugel Banchaca. Las dos de al lado a los dos Rurales. Atrás del ofidio de aspecto tridente, daban vueltas cinco cabezas de caimán unidas por el tronco. Cinco cabezas de caimán con dos patas; cinco cabezas de caimán que andaban como un carrousel, girando sobre el eje de su unión. Cinco cabezas de caimán horrible estrella viva de cinco puntas. Cinco cabezas de caimán que eran las cinco cabezas humanas: Gaudencio, Chalena, Rufo, Caldera, Carranza. Injerto de sus rasgos fisonómicos en los rasgos característicos del saurio. Pentacéfalo caimán acercándose. Detrás de la víbora tricéfala. Al llegar al pie de la casa del Cura, volvieron a metamorfosearse. Recobraron su apariencia antromórfica. Saludaron a Cándido respetuosamente pero con sequedad.
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Temprano habían clavado las estacas de mangle, sobre el lodo cambiante del estero. Con los cuerpos desnudos, medio peces, medio hombres, chorreantes, magníficos, eran iguales que nuevos mangles gateados y nudosos.
El sol daba incendio de paleta a las vibrátiles espaldas. Las redes multiformes, parecían abrazarlos, en rotundas ansias de fecundación. El agua les brindaba sus espumas y sus olas. Las canoas brincaban, como potros indómitos.
Ellos clavaron, amarraron y se fueron.
La piola de las redes quedó esperando en el fondo. El aguaje rugió. Las olas se empinaron. Remolinos de peces -en vueltas de inconsciencia- se metieron al estero. Los mangles se inclinaron. Un tío-tío, pareció reír. El sol -crustáceo de oro. reclinó sus tenazas de fuego sobre la nuca de los árboles.
Ahora estaban desnudos otra vez. Hundidos en el agua, nadando -más peces que hombres- levantaban las redes sobre el nivel del agua. Las estiraban, formando una barrera para evitar la huida súbita del pez.
Habló el más viejo de los dos:
-¿Has echado el barbasco?
-Todavía no.
-¿Y qué esperas entonces? ¿Que algún catanudo nos rompa las redes?
¡Apúrate! Tú sabes: "Camarón que se duerme... se lo lleva la corriente".
-Ya voy!
Se encaramó en las ñangas con una agilidad de simio. Se asió de las ramas flexibles. Pisó indiferente las conchas filudas y los caracoles taciturnos. Se internó, siguiendo el curso del estero tapado. Y entonces, sí. Regó la masa amarillenta de la fruta traicionera: el barbasco que intoxica en segundos. Se inclinó sobre el agua, sacudiendo de vez en cuando el cuerpo salpicado de nubes de gegenes y güitifes.
-¡Caray que está oscuro!
Haciendo un gran esfuerzo, apenas distinguía ciertos vetazos del raicero, uno que otro platear de lisas cabezonas, los brincos luminosos de las rayas agonizantes, la fosforescencia de los recovecos del fango.
-El barbasco los está fregando.
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Marchaban frente a frente. Caminaban de lado. Los brazos extendidos. Unidos por las manos. Formando una especie de parihuela viva. Sobre ésta traían a Juvencio. Sin vacilar un momento, se dirigieron a mi cama. Allí, con todo cuidado, arrodillándose, lo depositaron. Después, volvieron señalándolo. Me acerqué; vi que estaba herido. Le hablé. No respondió. Los monos callaron; quedaron quietos. Contemplando la escena.
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La primera de esas siete noches -tirada en su petate, bajo el toldo- advirtió la llegada de dos Tin-Tines. (El oficio de los Tin-Tines es preñar a las mujeres). Con sus cabezas enormes -¿nidos de pájaros, acaso?-. Con sus ojos menudos semillas de papaya. Sus labios abiertos ventosa ambulante. Su cuerpo encogido. Sus brazos y piernas fornidos. Dos Tin-Tines. Hechos sólo de nervios, músculos y sexo. Sexo. Dos Tin-Tines. Siempre en cueros. Sexo tronco de cabo-de-hacha. Mástil vivo naciendo entre sus piernas. Dos Tin-Tines. Caminaban saltando lo mismo que canguros. Hablaban en un lenguaje enraizado en la montaña. Se aproximaron. Se detuvieron. Elevaron las chatas narices.
Olfatearon. Después, pupilas amarillas de luz, perforaron las tinieblas. Se acercaron más aún. Llegaron al pie de la casa. Parecieron atravesar las paredes de caña. Iban a cruzar el umbral. Se detuvieron, otra vez. Se miraron entre sí. Volvieron a avanzar. Tornaron a detenerse. Se observaron de nuevo. Los ojos les llamearon. Elevaron la voz. Su tono se hizo airado. Sus ademanes, coléricos...
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