No me atrevía a yerme en el espejo del tocador y busqué la puerta. La abrí con suavidad, temiendo despertar a la mujer. No daba a un baño, como había imaginado, sino a un pasillo. Entré en él con la sensación de entrar en el pasillo de un sueño. Palpando paredes y muebles, con movimientos que eran como caricias, llegué a otra puerta. Dudé un momento ¿Qué debía hacer? ¿Adónde daba esa puerta? ¿Y si despertaba a alguien? Aunque quizá fuera la solución. Despertar a alguien y preguntarle: ¿quién soy? Por favor, díganme quién soy y en dónde estoy. Pero sentía pavor de hablar con alguien— en tales circunstancias. Me decidí. Tiré del picaporte con una mano temblorosa pero suave. Me asomé por una rendija pero no distinguí nada. Estuve a punto de regresar a la cama, cerrar los ojos y, durmiera o no. esperar así el sol: por la mañana todo sería distinto. Entonces abrí un poco más la puerta y distinguí el tenue resplandor del mosaico. Estaba en el baño. Entré, cerré la puerta y encendí la luz. Pero la luz acentuó el miedo. Me plantaba de golpe en un mundo que no era el mío, ahora sí con toda claridad: la cortina de la regadera, con flores azuIes; el mosaico, también azul; la ventanita de vidrio corrugado; el tubo de luz neón arriba del botiquín; la repisa con frascos de colores… No me moví. Durante quién sabe cuánto tiempo permanecí mirando a mi alrededor. Aunque al recordarlo me parece que en realidad no miraba nada. Más bien buscaba en mi interior una señal como antes, en la recámara, una sombra conocida. Cuando era niño y mi madre me despertaba susurrando mi nombre al oído, yo abría los ojos, restregaba los párpados y le preguntaba: ¿dónde estoy? Y eran su aliento y el timbre de su voz, más que su respuesta, los que me ubicaban de nuevo en un mundo familiar. En cambio el mundo que tenía entonces ante mis ojos era inhabitable porque no había lazos que me unieran a él.