Él le dice: ¿Recuerdas…? y ella se queda quieta, congelada [como si fuese el sujeto de la fotografía] en ese quicio figurado en la superficie del espejo suntuoso y manchado en el que se refleja una puerta tras la cual él y ella ocultan un secreto pulsátil de sangre, de vísceras que si no fuera por esa puerta y por ese espejo que la contienen, su mirada todo lo invadiría con una sensación de amor extremo, con el paroxismo de un dolor que está colocado justo en el punto en que la tortura se vuelve un placer exquisito y en que la muerte no es sino una figuración precaria del orgasmo.