Sealtiel Alatriste

Pero un día (la malaventurada madrugada de aquel 14 de septiembre) me levanté para saber que todo eso en lo que había creído, todo en lo que había confiado hasta ese día, estaba muerto. Cuando desperté —chinguiñoso y con una gran desazón en el pecho— una terrible e insistente voz interior, que se parecía a la de un locutor de la radio de mi infancia, Nachito Santibáñez, me repetía: “cambia, cambia, cambia”, como si tratara de convencerme de que lo que yo necesitaba era unos sobres de Sonrisal. Y así como le digo lo de Nachito Santibáñez, también le puedo asegurar que me levanté con la sensación de que debería comprenderlo todo, y vaya usted a saber por qué, fui al clóset y saqué un viejo álbum de recortes. Me encontré con el programa de la corrida en que Manolo Martínez mató al toro Aceituno; la banda de asiduidad que me dieron al final de la primaria; la llave de la casa que mi familia tuvo en la calle de Amores, y la foto de toda la palomilla de la colonia Del Valle. “¡Carajo! —pensé—, Manolo Martínez engordó como pulquero y la Del Valle es un cochinero lleno de vendedores ambulantes. Estamos jodidos”.