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Citations sur Los perros hambrientos (2)

La Antuca y los suyos estaban contentos de poseer tanta oveja. También los perros pastores. El tono triste de su ladrido no era más que eso, pues ellos saltaban y corrían alegremente, orientando la marcha de la manada por donde quería la pastora, quien, hilando el copo de lana sujeto a la rueca, iba por detrás en silencio o entonando una canción, si es que no daba órdenes. Los perros la entendían por señas, y acaso también por las breves palabras con que les mandaba ir de un lado para otro.

Por el cerro negro
andan mis ovejas,
corderitos blancos
siguen a las viejas.

La dulce y pequeña voz de la Antuca moría a unos cuantos pasos en medio de la desolada amplitud de la cordillera, donde la paja es apenas un regalo de la inclemencia.

El sol es mi padre,
la luna es mi madre,
y las estrellitas son
mis hermanitas.

Los cerros, retorciéndose, erguían sus peñas azulencas y negras, en torno de las cuales, ascendiendo lentamente, flotaban nubes densas.
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Estuvieron por un momento indecisos. Luego, Rayo se atrevió. Se agachó bajo el pasador y, al salir al otro lado, movió la soga. El palo se desplomó violentamente y aplastó con todo su peso y el de la piedra al pobre Rayo. Éste profirió un agudo alarido, y sus compañeros huyeron llenos de pánico. Pero después cayó un gran silencio, y lentamente, pisando con toda la blandura que exigía su recelo, volvieron. Ahí estaba, aplastado e inmóvil, el infeliz Rayo. Era, pues, el objeto de aquella humana invención. ¿Entrarían? La indecisión se apoderó nuevamente de ellos. Y corrió el tiempo ante una alerta inquietud. Escrutaban la noche afinando el ojo y el oído y nada extraño notaron. El palo caído, desde luego que no se levantaría sólo. Y eso era todo. Entretanto, allí dentro, se levantaba el vigoroso maizal lleno de dulces y jugosas mazorcas.
Shapra, el muy osado, pasó y se introdujo resueltamente en el sembrío. Los otros, alentados, lo imitaron. Y lo peor que tiene un maizal es que no permite escuchar el ruido del movimiento de otro si uno mismo se mueve. El rumor de las hojas es tan áspero y potente que impide oír otro igual pero más lejano. Así, no se dieron cuenta de la presencia del hombre sino cuando ya estuvo muy cerca. Sonó una detonación y se vio una llama. La voz de Shapra hirió la noche. No había tiempo que perder. ¡Hacia la puerta! Cerca de ella, otro hombre también apuntaba un tubo llameante y detonante. ¿Era Manolia la que gritaba ahora? Los hombres no dejaron de disparar, y los perros siguieron corriendo. Sólo se detuvieron al llegar al redil y pisar su lecho de paja. Entonces se volvieron a ladrar, a un tiempo, medrosa y coléricamente. Los grandes perros de la casa-hacienda, alarmados, también dejaron oír su gruesa voz.
La paz se extendió al fin a través de los campos y bajo las sombras, pero en el redil de los Robles se esperó con inquietud el amanecer. La luz no trajo a Shapra. Lo mostró, sí, abajo, negro e hirsuto, tendido junto al cerco del maizal. A su lado estaban la pobre Manolia, luciendo por última vez, sus pintas blancas y chocolates, y Rayo, revuelto el pelambre amarillento. Los gallinazos se les acercaban ya.
Los sobrevivientes no volvieron más por la chacra de maíz. La vida continuó seca y parca.
Deplorando ausencias definitivas y estomacales angustias, el aullido de los perros es más triste todavía.
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