La mujer desnuda apretó el paso en la arena. Luego, su nuevo ritmo se transformó en una alocada carrera, una carrera a la grupa del bosque, que duró lo que aquellos árboles quisieron que durase, parados sobre su única pierna, y sabiendo las cosas terroríficas que se estaban callando. Fue en el final de ese suplicio cuando la mujer, casi sin aliento, encontró un último árbol, separado de la colectividad, y como disintiendo. Eva volvió a otro lado sus ojos, los ojos de su cabeza flotante. A causa de su nuevo estado, nada podía inquietarle. Ni el árbol distinto, ni la serpiente misma si la cuestionara. No quería, siendo mujer de su propia noche, volver a encontrarse en revisión de proceso después de tantos siglos. Bastaba ya con que hubiese pagado su bárbaro asesinato de Holofernes (Judith besó en el aire aquella boca), bastaba con Salomé, con Magdala. Todo había sido dolor desde el principio. Luego, para aumentarlo, el capítulo nuevo. Vio cómo un hombre vulgar hundía la cabeza en la almohada y se precipitaba en el sueño. Era terrible la afantasmada vida que llevaban las mujeres de aquellos hombres sin historia y sin nada. Pero ocurría que, cada noche, ellos dormían en esa misma forma, con un suave colgajo de baba en las comisuras. Y no se podía hacer otra cosa que no fuera amar ese sueño, ese estúpido sueño con la boca entreabierta y un confiado ronquido. ¿Cómo podría atreverse de nuevo nadie, ni el dueño mismo del paraíso, con aquella mujer cargada de sabiduría y de destino, a cuyo través se habían entablado tantas causas, por una culpa tan remota, y para terminar velando aquel torpe sueño?
Y aquel trozo (la casa) mantenido en pie por capricho inexplicable. Ya lo ve,
ya lo valora en toda su hermosísima ruina, en toda su perdida soledad, en
todo su misterioso silencio cerrado por dentro. Y ahora no sólo que ya lo ve.
Puede tocarlo si quiere. Entonces le sucede lo que a todos cuando es posible
estar en lo que han deseado: no se atreve.