—Acabo de toparme con un trasgo —dijo el Cautivo con voz de miedo a sus compañeros al agazaparse a su lado en la muralla—. Un viejo horrible, de ojos saltones, acuosos, azules. Lo encontré acechándome detrás de mi casa. Creyendo que era un espía de los caciques lo perseguí por el patio hasta alcanzarlo. Ya me disponía a degollarlo, cuando desapareció entre mis piernas. ¿Qué os parece el caso, maese?
Una flecha sobre el turbante cortó el diálogo.
—¡Jolines, si no me agacho me mata!
La luna salió tras el nubarrón de lluvia que se alejaba. Más de quinientos indios desnudos y embijados cargaban sobre la muralla.
—¡Mierda! —gruñó el Cautivo al fallarle el arcabuz—. Se ha mojado la mecha. Estos armatostes no sirven para nada cuando cae la lluvia. Julián, dame acá la ballesta.
—¡Viva, ensarté a dos con una!
Breve fue la escaramuza. Los pocos indios que lograron saltarse el muro fueron muertos con armas blancas. A escasas horas del alba la tropa siguió despierta sentada en círculo, de cara a las hogueras.
—Ya los hi de putas —dijo el Cautivo en su solar a dos de los soldados que acompañaron al hijo del Gobernador— se han dado cuenta de que los arcabuces con la lluvia son más inútiles que un golilla en campo de batalla.
El Cautivo miró despectivo al hijo de Ponce de León, merodeando a pocos pasos, y por cuya causa su amigo y capitán, Don Diego de Lozada, había tenido tan mal final y Santiago se encontraba desguarnecida en un país con más de cien mil indios aguerridos que no cesaban de incursionar contra ella y reducida su población, por obra de la intriga, a sesenta vecinos españoles, doscientos indios tocuyanos y seis docenas de negros esclavos, entre los que había unas quince mujeres.
—De no haber sido por mi excelso capitán Don Diego de Lozada —prosiguió el Cautivo elevando la voz al darse cuenta de la proximidad de Ponce de León— a estas horas ni sus amigos ni sus sayones estarían contando el cuento. Pero así es Caracas —dijo con solapada resignación— no en vano fue una bruja canibal quien le dio el nombre.
—¿Cómo decís, Don Francisco? —preguntó entre curioso y burlón el aludido—. Contadme tan curiosa historia; ya que hasta ahora tenía por noticia que el nombre de la provincia le venía por una hierba en forma de bledo que llaman Caracas.