Parábola del retorno
Señora, buenos días; señor, muy buenos días...
Decidme: ¿Es esta granja la que fue de Ricard?
¿No estuvo recatada bajo frondas umbrías,
no tuvo un naranjero, y un sauce y un palmar?
El viejo huertecillo de perfumadas grutas
donde íbamos... donde iban los niños a jugar,
¿no tiene ahora nidos y pájaros y frutas?
¿Señora, y quién recoge los gajos del pomar?
Decidme, ¿ha mucho tiempo que se arruinó el molino
y que perdió sus muros, su acequia, su pajar?
Las hierbas, ya crecidas, ocultan el camino.
¿De quién son esas fábricas? ¿Quién hizo puente real?
El agua de la acequia, brillante, fresca y pura,
no pasa alegre y gárrula cantando su cantar;
la acequia se ha borrado bajo la fronda oscura,
y el chorro, blanco y fúlgido, ni riela ni murmura...
Señor, ¿no os hace falta su música cordial?
Dejadme entrar, señores... ¡por Dios! Si os importuno,
este precioso niño me puede acompañar.
¿Dejáis que yo le bese sobre el cabello bruno,
que enmarca entre caireles su frente angelical?
Recuerdo... Hace treinta años estuvo aquí mi cama;
hacia la izquierda estaban la cuna y el altar...
Decidme, ¿y por los techos aún fluye y se derrama,
de noche, la armonía del agua en el pajar?
Recuerdo... Éramos cinco. Después, una mañana,
un médico muy serio vino de la ciudad.
Hizo cerrar la alcoba de Tonia y la ventana...
Nosotros indagábamos con insistencia vana,
y nos hicieron alejar.
Tornamos a la tarde, cargados de racimos,
de piñuelas, de uvas y gajos de arrayán.
La granja estaba llena de arrullos y de mimos...
¡y éramos seis! ¡Había nacido Jaime ya!
Señora, buenos días; señor, muy buenos días,
y adiós... Sí, es esta granja la que fue de Ricard,
y éste es el viejo huerto de avenidas umbrías
que tuvo un sauce, un roble, zuribios y pomar,
y un pobre jardincillo de tréboles y acacias...
¡Señor, muy buenos días! ¡Señora, muchas gracias!
Un hombre
Al doctor Eduardo Santos.
Los que no habéis llevado en el corazón el túmulo
de un Dios,
ni en las manos la sangre de un homicidio,
los que no comprendéis el horror de la conciencia
ante el universo,
los que no sentís el gusano de una cobardía
que os roe sin cesar las raíces del ser,
los que no merecéis ni un honor supremo,
ni una suprema ignominia.
Los que gozáis las cosas sin ímpetus ni vuelcos,
sin radiaciones íntimas, igual y cotidianamente fáciles,
los que no devanáis la ilusión del espacio y el tiempo,
y pensáis que la vida es esto que miramos,
y una ley, un amor, un ósculo y un niño.
Los que tomáis el trigo del surco rencoroso
y lo coméis con manos limpias y modos apacibles,
los que decís “Está amaneciendo”
y no lloráis el milagro del lirio del alba.
Los que no habéis logrado siquiera ser mendigos,
hacer el pan y el lecho con vuestras propias manos
en los tugurios del abandono y la miseria,
y en la mendicidad mirar los días
en una tortura sin pensamientos.
Los que no habéis gemido de horror y de pavor,
como entre duras barras,
en los abrazos férreos de una pasión inicua,
mientras se quema el alma en fulgor iracundo,
muda, lúgubre,
vaso de oprobio y lámpara de sacrificio universal:
Vosotros no podéis comprender el sentido doloroso
de esta palabra: ¡UN HOMBRE!
Ante el mar
Yo traje la visión de mis campos nativos
a la orilla del mar,
y la sentí borrarse y tuve un calofrío
de vida y muerte.
Yo traje la visión de un agua dilatada,
y en la orilla del mar
vi tan confuso el límite postrero de la tierra,
que tuve un calofrío de vida y muerte.
Y supe que el principio y el fin míos
no marcan las fronteras ni estatuyen los tiempos;
y aprendí la virtud del valle y de los légamos,
y se llenó de espíritu mi arcilla primordial.
Dilatando la vista
miré en redor la inmensidad sagrada,
como el hombre que sube entre la noche
a la cumbre más alta.
Y quise hablar... Y el fácil movimiento
de mis labios contuve.
¡Como si el proferir una palabra
fuera tal vez mi muerte!
Lamentación baldía
Mi mal es ir a tientas, con alma enardecida,
ciego sin lazarillo bajo el azul de enero;
mi pena, estar a solas, errante en el sendero,
y el peor de mis daños no comprender la vida.
Mi mal es ir a ciegas, a solas con mi historia,
hallarme aquí sintiendo la luz que me tortura,
y que este corazón es brasa transitoria
que arde en la noche pura.
Y venir, sin saberlo, tal vez de algún oriente
que el alma en su ceguera vio como un espejismo,
y en ansias de la cumbre que dora un sol fulgente
ir con fatales pasos hacia el fatal abismo.
Con todo, hubiera sido quizás un noble empeño
el exaltar mi espíritu bajo la tarde ustoria
como un perfume santo...
¡Pero si el corazón es brasa transitoria!
Y sin embargo siento como un perenne ardor
que en el combate estéril mi juventud inmola...
(¡Oh noche del camino, vasta y sola,
en medio de la muerte y del amor!)