Y es que en esa habitación no hay un chico que de pronto, un día, se volvió invisible. Hay también una madre que, desde que ocurrió el accidente, no ha parado de preguntarse en qué momento dejó de ver a su propio hijo.
Aquello lo explicaba todo: explicaba que nadie me ayudará nunca, la gente no podía ser tan mala, imposible, tenía que haber una razón por la que nadie viera nada de lo que me pasaba.
Lo que aún no sabe es que no es ella que se está tatuando un dragón en la espalda, sino que es el dragón el que ha encontrado un cuerpo sobre el que poder vivir.