Hay un grito de muros hostiles y sin término;
hay un lamento ciego de músicas perdidas;
hay un cansado abismo de ventanas abiertas
hacia un cielo de pájaros;
hay un reloj sonámbulo
que desteje sin pausa sus horas amarillas,
llamando a penitencia y confesión.
Todo cae a lo largo de la sangre y el duelo:
mueren las mariposas y los gritos se van.
¡Y yo, de pie y mirando la mañana de abril!
¡Mirando cómo crece la construcción del tiempo:
sintiendo que a empujones
me voy hacía el cariño de la sal marinera,
donde en los doce tímpanos del caracol celeste
gotean eternamente los caldos de la sed!
¡Dios mío! -Si no quiero otra cosa
que aquello que ya tuve y he dejado,
esas cuatro paredes desnudas y absolutas;
esa manera inmensa de estar solo, royendo
la madera de mi propio silencio
o labrando los clavos de mi cruz.
¡Ay, Dios mío!
Lo custodian cien círculos transparentes y un pájaro.
Y una desesperada soledad de domingo.
Baja por la corriente, viajero de su muerte,
llevando sus dos párpados con su noche y su frío.
Cuatro labios helados llamaron al desvelo
y la sangre se fue por su camino:
dos violetas nocturnas y un clavel sin memoria
le ajustaron la máscara sobre el rostro dormido.
Manos de obscura ciencia y oficio mercenario
le buscaron un túmulo de muros imprecisos,
y hoy navega sin brújula, sin puerto y sin sosiego,
-viajero de su muerte-, por el río.
En memoria de los Hijos de la selva
que agonizan y mueren en silencio en
el vasto imperio del Quebracho.
Este es Benigno Rojas: hijo y nieto de hacheros
y hachero él mismo. Viene de selvas torrenciales
y está como de paso frente a mí, porque siempre
camina hacia otras selvas cada vez más lejanas.
Lo veo marchar llevando sobre la cruz del hombro,
el fulminante símbolo de su poder: el hacha;
y siento que en su pulso rotundo le circula
-como en perpetuo flujo-, la fuerza y el coraje.
- HUELLA DE HOMBRE