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3.32/5 (sur 11 notes)

Nationalité : Mexique
Né(e) à : Mérida , le 22/10/1932
Mort(e) à : Mexico , le 27/12/2003
Biographie :

Ecrivain, essayiste et critique littéraire mexicain.

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Citations et extraits (8) Ajouter une citation
No regresaron al hotel hasta que el sol había perdido algo de su fuerza y quedaban muy pocos bañistas en la playa. Mientras caminaban por la orilla del mar, Mariana se desabrochó los tirantes del sostén que rodeaban su cuello y al caer éstos dejaron ver dos rayas blancas en su piel ligeramente enrojecida. Más abajo estaban sus pechos, que Esteban podía entrever de vez en cuando, blancos también. Pero no se tocaron. Nada más caminaron muy cerca uno del otro. Ante la puerta del bungalow, bajo el portal, mientras buscaba la llave del cuarto en la bolsa, Esteban descubrió un brillo malicioso en los ojos amarillos y cafés de Mariana bajo el firme trazo de sus cejas. Al cerrar la puerta tras de sí la sombra era inesperadamente acogedora en el interior de la habitación. Las sobrecamas blancas y los contornos de cada uno de los muebles se dibujaban nítidamente en esa dulce penumbra. Entre ellos, Esteban vio a Mariana de pie en el centro del cuarto y en seguida sólo su figura fue visible, como si todas las demás cosas se hubieran hecho a un lado, ocultándose. Se acercó a ella y le quitó el sostén y luego el calzón de baño. Mariana se apartó muy despacio y se acostó sobre una de las camas, boca arriba, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y las piernas apenas entreabiertas. La larga permanencia del deseo había convertido toda impaciencia en una imprecisa intensidad que cerraba la textura de ese mismo deseo. Al mismo tiempo que su cuerpo se tendía sobre Mariana, Esteban entró a ella. Todo ocurrió muy lentamente, sin ninguna medida y fuera del mero transcurrir. Esteban estaba en Mariana, dentro de Mariana, y ella lo recibía como una parte imprescindible de sí misma. No podían saberlo porque eran incapaces de tratar de averiguarlo, pero en ese momento todo su pasado, toda su historia, se borraban y no eran Esteban y Mariana, eran el amor, e instrumento del amor. Fueron siguiéndose uno al otro, Esteban dentro de Mariana y Mariana alrededor de él y el cuerpo de Mariana bajo Esteban y el de Esteban encima de ella. Las manos de él rodeaban la cara de ella. Sus bocas se encontraban. Los brazos de ella estrechaban la espalda de él mientras sus manos la recorrían suavemente de arriba abajo. Y en algún lugar, distante e inmediato, los movimiento de sus cuerpos se encontraban o el de alguno cesaba de pronto en la espera del otro, mientras Mariana se quejaba cada vez con mayor frecuencia. De pronto dijo claramente: “No. Todavía no. Espera”; pero entonces los quejidos y murmullos se confundieron sin poder cesar y encontraron un ritmo dentro de una ausencia absoluta de ritmo hasta que Mariana dio un largo grito mientras Esteban le besaba toda la cara y los dedos de ella se aferraban a su espalda como si necesitaran encontrar el punto de apoyo donde se hallara el término de una caída sin fin en la que Esteban había desaparecido también perdiéndose en la oscuridad de su propio placer. Ninguno de los dos dijo nada luego, ni tampoco se movió. Él se quedó sobre ella y dentro de ella. Así estaban, dormidos, uno en el otro, confundiendo el sudor de sus cuerpos, cuando una de las sirvientas del hotel llamó a la puerta del bungalow para preguntarles si no iban a ir a cenar.
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Caminando en diagonal, salió del camellón, atravesó la calle y siguió avanzando por la banqueta. Al llegar a la primera bocacalle una súbita corriente de aire despeinó más aún sus cabellos. Metió las manos hasta el fondo de su gabardina y apresuró un poco el paso. El aire cesó casi por completo apenas hubo alcanzado el primer edificio. Una de las ventanas de la planta baja estaba iluminada. Instintivamente se detuvo y miró hacia adentro. Un hombre y una mujer, muy viejos, se sonreían, afectuosa, calurosamente, desde cada uno de los extremos de la mesa, que era, como las sillas y el aparador, grande, fuerte, resistente. Ella tenía un chal de punto gris sobre los hombros; él una camisa sin cuello y un grueso chaleco de lana. Los restos de la cena estaban todavía sobre la mesa. De pronto la mujer se levantó, recogió los platos y salió de la habitación. La muchacha no quiso ver más. Suspiró inexplicablemente y siguió caminando. Al atravesar una nueva bocacalle el viento volvió a despeinarla. Tras la ventaja el viejo se levantó, avanzó lentamente y abandonó el comedor. La luz dejó de reflejarse en la calle.
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Era otoño. Algunos de los árboles habían perdido por completo las hojas y sus intrincados esqueletos resistían silenciosamente el paso del aire, que hacía murmurar y cantar las de aquellos que aún conservaban unas cuantas, amarillas y cada vez más escasas. A través de las ramas, podían verse las luces brillando tras las ventanas, a pesar de las pálidas cortinas de gasa. Tal vez hacía demasiado frío para ser noviembre.
Ella caminaba no muy rápidamente, por sobre el pasto húmedo y muelle, en el centro de la avenida. Podía tener quince o veinticinco años. Bajo la amplia gabardina sus formas se perdían borrosamente. Sus cabellos, cortos, despeinados, enmarcaban una cara misteriosamente vieja e infantil. No estaba pintada y el frío le había enrojecido la nariz, que era chica, pero bien dibujada. Una bolsa grande y deteriorada colgaba desmañadamente de su hombro izquierdo.
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La noche anterior yo había dormido por primera vez junto a ella y nos habíamos levantado juntos. Nos habíamos dormido abrazados, pero durante el sueño nos separamos y durante toda la noche apenas me daba cuenta, inconscientemente, estiraba el brazo buscándola. Por la mañana se había puesto mis pantalones y mi camisa y me había obligado a correr desnudo hasta el baño detrás de ella. Yo debería haberle hablado durante uno de nuestros paseos por el Parque México y deberíamos habernos casado entonces, cuando teníamos quince años, y tener ahora los diez hijos que ella decía, aunque nos hiciéramos viejos prematuramente. Entonces la necesitaba ya entonces las cosas hubieran salido bien. A cualquier edad se puede necesitar una persona, antes de tener experiencia, antes de tener nada y yo la quería como ahora, tal vez mejor que ahora.

(Cerca del mediodía, ella despertó y me llamó a su lado. Me había quedado dormido en el sillón, con la cabeza apoyada en la mano izquierda. Me senté a la orilla de la cama y ella, con el pelo revuelto, despintada y con los ojos hinchados, me preguntó qué íbamos hacer. “Nada”, contesté. “Abrázame”, dijo ella. La besé en los labios secos y me acosté a su lado. Después nos bañamos juntos y la obligué a tomar café y un huevo frito, y, más tarde, apagamos los cigarros sobre las manchas amarillas que habían dejado las yemas en los platos. Era una de esas tardes grises en las que, sin embargo, no llega a llover realmente, sino que sólo de vez en cuando caen algunas gotas gruesas y uno se queda con la sensación de que ha faltado algo o algo se ha frustrado, algo que de alguna manera nos disminuye. Le había dicho ya que había hablado con su madre, pero al anochecer se empeñó en irse. No quiso que la acompañara hasta su casa y nos despedimos junto al coche, donde la besé, apoyándola contra él. Luego me quedé allí, mirándola alejarse. Ella, antes de dar la vuelta en la esquina, sacó la mano por la ventanilla y me dijo adiós. En el estudio, las sábanas sucias y revueltas guardaban el olor de su cuerpo. Después me dijo que esa misma noche Guillermo le había hablado por teléfono y habían salido juntos.
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El color del amor en el romance de Teresa y Lorenzo es más bien pálido, casi transparente; el amor entre Geneviève y yo, a partir de la consideración, quizá falsa, de ser un amor mutuo, resulta denso hasta la oscuridad. No es descartable la opinión de que yo sólo uso colores oscuros; pero en fin…

A Geneviève y a mí nos presentó Lucía de la Selva, igual que a Teresa y Lorenzo. Lucía, por lo visto, introducía a todas las futuras parejas, a pesar de no tener como profesión elegida ser conseguidota. A ella le regalaba muchos dibujos míos con influencia de Matisse. Vivía en un departamento sórdido, como el de todos los refugiados españoles pobres, sobre una panadería, en la esquina de Lerma y Sena. Había muchas ratas como es de esperarse y la peste resultaba penetrante. Ello debía deberse también al hecho de tener las escaleras estrechas, mal ventiladas y muy descuidadas. Lucía no me presentó a Geneviève en su casa, sino en el Café Viena.
La belleza de Geneviève, conocida y usada por ella, era deslumbrante y me deslumbró. Rubia, con labios muy sensuales, devorados por el inferior muy bello y partido por la mitad, con un pelillo como el de la cáscara de un durazno en la quijada, blanca pero no blanca lechosa sino mate, alta, esbelta, de largo talle, pechos pequeños, estrecha cintura y amplias caderas, con piernas perfectas aunque para mi gusto tenía el defecto de no usar medias. Afortunadamente, como es natural, no se puso de pie al presentarnos Lucía: con tacones hubiera resultado más alta que yo. Le estreché la mano, una mano larga y seca. Durante la conversación, alrededor de nuestros cafés vieneses con mucha crema batida, traté de ser brillante mostrando mis conocimientos de poesía, mi francés y mi inglés. No la invité, no me atreví a invitarla, cuando se levantó de la mesa y se fue con una conocida de ambos. Dos días después, con un dibujo a tinta, sin color, visité a Lucía en su miserable departamento. Traté de ser casual al pedirle el teléfono de Geneviève.
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Empecé a esperar todas las noches frente a su casa. El sabor amargo en la boca, la rabia y el desprecio por mi mismo. Horas enteras, inacabables, convenciéndome a mí mismo: “Cinco minutos más”; y luego: “No voy a irme ahora, cuando ya no puede tardar, me quedo hasta que llegue. Le escribí una carta: “Cecilia, es una tontería, no he cambiado nada, no te inventes cosas, estábamos muy bien, no tienes de qué vengarte ni sabes lo que estás haciendo, eso no importa y te quiero, ven, déjame hablarte”. La vergüenza de tener que esconderme detrás de cualquier cosa cuando ella llegaba con Guillermo y el odio el día que los encontré caminando, del brazo. “¿Qué haces por aquí?” “Nada… La casa de un amigo”. Mirando a Cecilia para que ella entendiera. Me fue a buscar al día siguiente, pero no subió al estudio sino que me llevó a dar una vuelta en el coche. “¿Lo quieres?” “No”. “¿’Te quiere?” “Tiene que quererme”. “Es un idiota”. “¿Qué importa?” “Déjame besarte”. “¿Para qué?” Y después: “¿Ves? Es inútil. No vayas más por mi casa. No voy a salir. ¿Dónde te dejo?” Era diciembre. Los árboles sin hojas, el tráfico peor que nunca y las gentes caminando de prisa, en el viento. Le devolví el estudio a Julia y a Carlos y me fui a pasar las vacaciones con mi familia. Ahora Cecilia no había querido decirme cómo me había encontrado. “Aquí estoy. ¿Quieres venir o no?”).
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Esteban reparó en la manera en que la forma de sus rodillas se señalaba en sus largas piernas. Mariana no terminaba de revelarse nunca y siempre podía volverse a empezar a descubrir rasgos y peculiaridades de ella. Ahora estaba su figura en el portal. Había dormido junto a Esteban, y lo había dejado despertar solo, sin ella, quizás, pensó Esteban, porque de pronto tenía la misma necesidad y sintió la misma egoísta satisfacción que él experimentara la noche anterior ante el hecho de poder mantenerse aparte. Pero también estaban juntos, en el mismo cuarto, en el mismo lugar. Él, con Mariana, hasta la que había llegado finalmente. Su presencia era única y tenía una capacidad totalizadora que lo conmovía sin poder hacer otra cosa que dejarse arrastrar por esa disolución de sí mismo en ella. Y sin embargo, también era otra. María Inés. Una Mariana distinta dentro de Mariana y que era la misma Mariana. Pero el cuerpo de Mariana lo abarcaba todo. Era su verdadera unidad. Más allá de su figura, estando su figura presente, no había ninguna necesidad de pensar y fuera de esa figura, poniéndola al mismo tiempo en el mundo, la luz también revelaba, por un lado, al terminar la blanquísima franja de arena, el oculto movimiento del mar que sólo se hacía evidente en el último giro sobre sí mismas de las olas que se sucedían unas a otras y rompían finalmente sobre la arena y, del otro lado, en el tupido jardín tropical que rodeaba los bungalows y en el que todas las variantes del verde se hacían posibles en las inesperadas formas y tamaños de las plantas, del mismo modo que el mar era unas veces azul y luego gris plata y luego verde también. Más lejos, en la dirección del mar, no había nada, sólo la pura luminosidad sin color del cielo desprovisto de nubes durante enormes extensiones sin fondo bajo las que también se levantaban, separándose del jardín, las abruptas elevaciones y los descensos de las altas montañas. Entonces, el mundo alrededor, igual que Mariana, tenía una realidad firme y segura ante la que era posible conmoverse sin llegar a poder apresarla nunca, sino disolviéndose del mismo modo en su carácter inagotable. Una cosa y otra formaban la imposible conjunción entre lo eterno y lo temporal. Se tenía la tentación de ser humilde y esa humildad, su mera percepción, creaba un orgullo sin límite. Pero de pie en el portal del bungalow, sonriéndole a Esteban, Mariana era ajena a todo eso.
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-¿Me dejas llevarte a algún lado? -dijo el hombre.
-¿A qué lado? -preguntó Inmaculada con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo del asiento.
-A un lugar donde pueda verte desnuda sin prisa. Te gustaría, me gustaría, me gustaría mucho -contestó el hombre con la mano de Inmaculada sobre su boca.
En tanto, el hombre miraba el pecho fuera de la blusa, a la muchacha vestida de azul. Su posición hacía más largo su cuello, tenía los tiernos labios entreabiertos y los ojos cerrados. Era maravillosamente joven. No pudo dejar de pasarle suavemente el dorso de la mano por el saliente pezón.
-Ahora no -murmuró sin ningún rechazo, como una especia de súplica, Inmaculada-. Estamos muy bien. Déjame así. Otro día…
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