"No se sabía ya lo que era del árbol y lo que era del reflejo. No se sabía ya si la claridad venía de abajo o de arriba, si el techo era de agua, o el agua suelo; si las troneras abiertas en la hojarasca no eran pozos luminosos conseguidos en lo anegado. Como los maderos, los palos, las lianas, se reflejaban en ángulos abiertos o cerrados, se acababa por creer en pasos ilusorios, en salidas, corredores, orillas, inexistentes. Con el trastorno de las apariencias, en esa sucesión de pequeños espejismos al alcance de la mano, crecía en mí una sensación de desconcierto, de extravío total, que resultaba indeciblemente angustiosa. Era como si me hicieran dar vueltas sobre mí mismo, para atolondrarme, antes de situarme en los umbrales de una morada secreta. Me preguntaba ya si los remeros conservaban una noción cabal de las esloras. Empezaba a tener miedo. Nada me amenazaba. Todos parecían tranquilos en torno mío; pero un miedo indefinible, sacado de los trasmundos del instinto, me hacía respirar a lo hondo, sin hallar nunca el aire suficiente." Capitulo cuarto, XIX