JORNADA SEGUNDA
Interior de la torre abovedada que sirve de prisión a don Mendo. Una claraboya en el foro, cerca del techo, y una puerta en el lateral izquierda. Al levantarse el telón amanece.
Está en escena DON MENDO, recostado sobre un mal camastro. No hay en escena más muebles que el susodicho camastro y un par de taburetes toscos.
MENDO.– (Incorporándose, restregándose los ojos y mirando a la claraboya.)
Ya amanece. Por esa claraboya
las luces del crepúsculo atalayo:
pronto entrará del sol el puro rayo
que a las sombras arrolla
y en bienestar convierte mi desmayo... (Por la claraboya entra triunfante un rayo de sol.)
¡Ya el rayo destella!...
¡Ya mi prisión se enjoya de luz bella!...
¡Ya soy dueño de mí!... ¡Ya bien me hallo!... (Canta un gallo dentro, lejos.)
¡Ya trina el ruiseñor!... ¡Ya canta el gallo!... (Pausa.)
¡Trece de mayo ya!... ¡Quién lo diría!
Llevo en esta prisión un mes y un día,
sin por nadie saber lo que acontece... (Estremeciéndose.)
¡Y hoy martes, gran Dios!... ¡Martes y trece!...
¿Por qué el terror invade el alma mía?
¿Por qué me inspira un miedo extraordinario
esa cifra, ¡ay de mí!, del calendario? (Como loco.)
¡Ah, no, cifra fatal!... No humillaréis
el valor de don Mendo; no podréis;
todos iguales para mí seréis,,,
¡Trece, catorce, quince y dieciséis! (Pausa.)
¿Moriré sin venganza? ¡Cielos! ¡Nunca!
Ha de morir la que mi vida trunca
y morirá a mis manos... Mas, ¿qué exclamo?
¿Cómo podré matalla si aún la amo?
Acaso por salvarse aquella noche
aceptó del de Toro sin reproche
el amor y la fe y el galanteo...
Mas aquel «Pero mío», aquel sobeo
delante de mi faz, estuvo feo;
porque él llegó a palpalla,
que yo lo vi con estos ojos, ¡ay!
y ella debió oponerse, ¡qué caray!,
al ver lo que yo hacía por salvalla. (Escuchando hacia la derecha.)
Oigo pasos. Acaso
es Magdalena que en amor e abrasa
o el carcelero vil, que con retraso
tráeme el bollo de pan que él mismo amasa...
(Viendo que la puerta se abre y que aparece en el umbra Clodulfo, viejo mal encarado y cetrino, que trae un gran pan y un cántaro).
MAGDALENA.– (Ocultando su miedo.)
Es que tú puedes pagar
con algo... que alguien te preste...
y luego para medrar
puedes partir con la hueste
que organiza el del Melgar.
Y yo aquí te aguardaría
y al Conde prepararía,
y al volver de tu cruzada
nuestra unión sancionaría.
MENDO.– ¡Calla!
MAGDALENA.– ¡Sí!... ¿Qué piensas?
MENDO.– ¡Nada!
MAGDALENA.– ¡Salvado, don Mendo, estás!
Pagas las deudas, te vas,
luchas, vences y al regreso
loca de amor me hallarás
aquí.
MENDO.– ¡Nunca!... ¡Nunca!...
MISS PLAIN:
Ahí viene: le he visto desde la ventana.
URRACA: (Acercándose a la puerta de la derecha.)
¡En efecto!
NUÑO: (Ídem.)
¡Caramba!… ¡El gran Melitón! ¡Eh!…
MELITÓN: (Entrando.)
¡Urraca!… ¡Nuño!… ¡Ah!… ¡Miss Plain!…… (Saluda a los tres efusivamente. Don Melitón es un señor como de cincuenta y ocho años; un gran señor, pero un señor rarísimo. Viste con gran elegancia. Tiene nariz de alcohólico, es decir, roja como un pimiento; las orejas muy dobladas hacia adelante y la cabeza con una calva de bola de billar. Casi no tiene cejas ni pestañas. Usa monóculo.) ¿Recibieron ustedes mi telegrama?