Él le dice: ¿Recuerdas…? y ella se queda quieta, congelada [como si fuese el sujeto de la fotografía] en ese quicio figurado en la superficie del espejo suntuoso y manchado en el que se refleja una puerta tras la cual él y ella ocultan un secreto pulsátil de sangre, de vísceras que si no fuera por esa puerta y por ese espejo que la contienen, su mirada todo lo invadiría con una sensación de amor extremo, con el paroxismo de un dolor que está colocado justo en el punto en que la tortura se vuelve un placer exquisito y en que la muerte no es sino una figuración precaria del orgasmo.
En tu mente van surgiendo poco a poco las imágenes ansiadas. Un paseo a la orilla del mar. El rostro de un hombre que mira hacia la altura [el supliciado que, se indica páginas antes, es factiblemente una mujer]. Un niño que construye un castillo de arena. Tres monedas que caen. El roce de otra mano. Una estrella de mar… una estrella de mar… una estrella de mar… ¿recuerdas?
Cuando mil veces mil instantes como éste se repitan en la sombría dimensión de tu vida.