State-building y Nation-building
Construir el estado no fue en América Latina-como en ninguna región-un proceso breve y sencillo, sino, antes bien, largo y erizado de obstáculos. Lo mismo vale pena para la construcción de la nación, es decir, para ese delicado proceso de orden pedagógico y cultural a través del cual la población de un determinado territorio llega a sentirse e imaginarse como parte de una misma comunidad. A este propósito, la heterogeneidad étnica y la fragmentación social y teritorial resultaron barreras muchas veces insuperables.
El primer e ineludible paso cumplido por gran parte de los estados interesados en sentar sus bases y puntos de partida fue conocer el propio territorio su población. Para elites que tomaron en sus manos las riendas del poder, resultaba claro que sin conocimiento no había ley que pudieran adoptar para crear la nación. Fue entonces que, en varios países, se realizaron los primeros censos nacionales floreció la avidez estadística por cuantificar, medir, catalogar a la población y los bienes naturales comprendidos entre los confines de la nación, premisas de leyes científicamente fundadas y, por lo tanto, más racionales. A este cambio quedó enlaza la educación pública y, más tarde, el envío hacia las zonas más remotas de cada país de un gran número de formularios públicos encargados de censar a los habitantes, armar padrones electorales o dar fe de los datos del registro civil y otras actividades similares. Con mayor o menor éxito según los casos, y con mayores dificultades en los países más heterogéneos, empezó a configurarse una arena pública nacional que tendió a atenuar el peso de los localismos e incluso a horadar la impermeabilidad de las barreras étnicas y sociales.
Tanto en la progresiva unificación del espacio nacional como en la concreta ocupación del territorio, en muchos casos los militares desempeñaron funciones clave, que por ello mismo asumieron un espíritu de cuerpo y una imagen de sí mismos y de su propio papel que en el futuro estaban destinados a tener una importante gravitación sobre los destinos políticos de la región. Así como en la administración de la justicia y en la tutela de los derechos constitucionales fue decisivo el papel del poder judicial tanto a nivel central como local. Por entonces, en muchos países se sancionaron nuevos códigos civiles y penales, y la magistratura se volvió un cuerpo más autónomo y profesional.
De estos poderosos pincipios de unidad resulta importante individualizar éxitos y fracasos, resultados límites. Quizás el éxito principal y más duradero se encuentre en el hecho de que hoy se habla de esta área entera e inmensa empleando un término común: América Latina (Hispanoamérica o Iberoamérica antes). Es decir, no sólo que toda ella sea una unidad linguística religiosa, lo que es determinante, sino que toda entera sea vivida y entendida, en el imaginario colectivo, como un conjunto. En suma, América Latina sigue siendo una comunidad imaginada, una civilización con rasgos propios que la distinguen de otras; como tal, también es un mito. Tanto en la historia como en la actualidad, en el mundo político e intelectual y en el de la vida cotidiana, en los estudios o en la retórica, permanece vivo el mito político y espiritual de la unidad latinoamericana.
A medidas del siglo XIX, y dando por descontadas las obvias diferencias entre un país otro, el panorama político de América Latina fue dominado por notorios contrastes, Por una parte, caídos la monarquía y el tipo de legitimidad antigua que esta confería al orden político, no quedó a las repúblicas más que fundar una legitimidad nueva, basada sobre el principio liberal por excelencia:
la soberanía del pueblo. Un principio que encontraba en la Constitución su expresión lógica; de hecho, no hubo gobierno que no lo invocara como fundamento de su legitimidad. Por otra parte, sin embargo, estas constituciones fueron en buena medida meros instrumentos políticos para legitimar poderes conquistados por la fuerza y mantenidos a través de métodos muy distintos de los sostenidos por los principios liberales, hasta el punto que, en un mismo país, diversas constituciones se sucedieron una a otra con un alto grado de frecuencia, y a menudo no fueron mucho más que textos elegantes desprovistos de toda consecuencia práctica.