¿Qué pájaro y qué cuervo, qué alma en pena, qué murciélago escribía las leyendas nocturnas, se preguntaban todos en el pueblo? Y así como no había tenido ningún efecto el bando, tampoco sirvió para nada la vaquillona que el mismo juez ofrendó a la Virgen del Rosario, y que valió algunos sermones en la misa principal de los domingos, en los que el cura Laya condenaba la maledicencia y prometía los peores tormentos del infierno para los que levantaban falso testimonio, el dizque embustero, el infundio, faltando así a las sagradas prescripciones del tercer mandamiento de la Ley Divina. «Pecado mortal; alma condenada al báratro de las tinieblas eternas, el sempiterno fuego del averno», gritaba el Padre desde el púlpito sostenido por unos angelotes gordos que soplaban las cometas del juicio final. Pero las feroces admoniciones sólo asustaban a algunas viejas beatas, que en medio de la sordera escuchaban fragmentos de las palabras terribles y veían los rayos lanzados por las manos y los ojos del sacerdote y los del espíritu santo de lata sobre su cabeza leonina.
Noches interminables, llenas de gritos, chapoteos, lamentos, ruidos de golpes. ¿No seré yo el próximo? El hombre de cara aplastada, en camisa de nylon verde botella pasa cerca y vuelve con el cadáver pálido del muchacho que dos días antes han sacado desvanecido de la cámara. Un suspiro de alivio ¡Qué miserable! Pero es más fuerte que yo. Siento los nervios tensos como cuerdas recién templadas. ¡Y el olor de orín, de heces, como una flor podrida en mis narices, en mi estómago, en mi alma! ¡Que me lleven, que me lleven a mí, para acabar de una buena vez con esta espera voraz...! La mañana es un horno; el calor aumenta las exhalaciones del retrete. Imposible dormir con esos ruidos. Caronte en camisa verde botella y su barca de gritos eléctricos, su baño de miedo bogando en mi espinazo, metiéndose por todos los meandros de mis nervios.