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EAN : 9789684112094
154 pages
ERA (01/01/1963)
3.5/5   2 notes
Résumé :
Mediante un arte narrativo que se apodera de una serie de hechos al parecer insustanciales, y que roe, destruye y relabora lo cotidiano, obligándolo a revelar sus significados latentes, Juan García Ponce nos da en estos relatos -dos de los cuales han sido llevados al cine- tres ejemplos deslumbrantes de su manera de sentir y pensar las palabras y, a través de las palabras, la misma realidad.

La disolución lenta e inconscientemente maligna del amor en ... >Voir plus
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La noche anterior yo había dormido por primera vez junto a ella y nos habíamos levantado juntos. Nos habíamos dormido abrazados, pero durante el sueño nos separamos y durante toda la noche apenas me daba cuenta, inconscientemente, estiraba el brazo buscándola. Por la mañana se había puesto mis pantalones y mi camisa y me había obligado a correr desnudo hasta el baño detrás de ella. Yo debería haberle hablado durante uno de nuestros paseos por el Parque México y deberíamos habernos casado entonces, cuando teníamos quince años, y tener ahora los diez hijos que ella decía, aunque nos hiciéramos viejos prematuramente. Entonces la necesitaba ya entonces las cosas hubieran salido bien. A cualquier edad se puede necesitar una persona, antes de tener experiencia, antes de tener nada y yo la quería como ahora, tal vez mejor que ahora.

(Cerca del mediodía, ella despertó y me llamó a su lado. Me había quedado dormido en el sillón, con la cabeza apoyada en la mano izquierda. Me senté a la orilla de la cama y ella, con el pelo revuelto, despintada y con los ojos hinchados, me preguntó qué íbamos hacer. “Nada”, contesté. “Abrázame”, dijo ella. La besé en los labios secos y me acosté a su lado. Después nos bañamos juntos y la obligué a tomar café y un huevo frito, y, más tarde, apagamos los cigarros sobre las manchas amarillas que habían dejado las yemas en los platos. Era una de esas tardes grises en las que, sin embargo, no llega a llover realmente, sino que sólo de vez en cuando caen algunas gotas gruesas y uno se queda con la sensación de que ha faltado algo o algo se ha frustrado, algo que de alguna manera nos disminuye. Le había dicho ya que había hablado con su madre, pero al anochecer se empeñó en irse. No quiso que la acompañara hasta su casa y nos despedimos junto al coche, donde la besé, apoyándola contra él. Luego me quedé allí, mirándola alejarse. Ella, antes de dar la vuelta en la esquina, sacó la mano por la ventanilla y me dijo adiós. En el estudio, las sábanas sucias y revueltas guardaban el olor de su cuerpo. Después me dijo que esa misma noche Guillermo le había hablado por teléfono y habían salido juntos.
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Empecé a esperar todas las noches frente a su casa. El sabor amargo en la boca, la rabia y el desprecio por mi mismo. Horas enteras, inacabables, convenciéndome a mí mismo: “Cinco minutos más”; y luego: “No voy a irme ahora, cuando ya no puede tardar, me quedo hasta que llegue. Le escribí una carta: “Cecilia, es una tontería, no he cambiado nada, no te inventes cosas, estábamos muy bien, no tienes de qué vengarte ni sabes lo que estás haciendo, eso no importa y te quiero, ven, déjame hablarte”. La vergüenza de tener que esconderme detrás de cualquier cosa cuando ella llegaba con Guillermo y el odio el día que los encontré caminando, del brazo. “¿Qué haces por aquí?” “Nada… La casa de un amigo”. Mirando a Cecilia para que ella entendiera. Me fue a buscar al día siguiente, pero no subió al estudio sino que me llevó a dar una vuelta en el coche. “¿Lo quieres?” “No”. “¿’Te quiere?” “Tiene que quererme”. “Es un idiota”. “¿Qué importa?” “Déjame besarte”. “¿Para qué?” Y después: “¿Ves? Es inútil. No vayas más por mi casa. No voy a salir. ¿Dónde te dejo?” Era diciembre. Los árboles sin hojas, el tráfico peor que nunca y las gentes caminando de prisa, en el viento. Le devolví el estudio a Julia y a Carlos y me fui a pasar las vacaciones con mi familia. Ahora Cecilia no había querido decirme cómo me había encontrado. “Aquí estoy. ¿Quieres venir o no?”).
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