El color del amor en el romance de Teresa y Lorenzo es más bien pálido, casi transparente; el amor entre Geneviève y yo, a partir de la consideración, quizá falsa, de ser un amor mutuo, resulta denso hasta la oscuridad. No es descartable la opinión de que yo sólo uso colores oscuros; pero en fin…
A Geneviève y a mí nos presentó Lucía de la Selva, igual que a Teresa y Lorenzo. Lucía, por lo visto, introducía a todas las futuras parejas, a pesar de no tener como profesión elegida ser conseguidota. A ella le regalaba muchos dibujos míos con influencia de Matisse. Vivía en un departamento sórdido, como el de todos los refugiados españoles pobres, sobre una panadería, en la esquina de Lerma y Sena. Había muchas ratas como es de esperarse y la peste resultaba penetrante. Ello debía deberse también al hecho de tener las escaleras estrechas, mal ventiladas y muy descuidadas. Lucía no me presentó a Geneviève en su casa, sino en el Café Viena.
La belleza de Geneviève, conocida y usada por ella, era deslumbrante y me deslumbró. Rubia, con labios muy sensuales, devorados por el inferior muy bello y partido por la mitad, con un pelillo como el de la cáscara de un durazno en la quijada, blanca pero no blanca lechosa sino mate, alta, esbelta, de largo talle, pechos pequeños, estrecha cintura y amplias caderas, con piernas perfectas aunque para mi gusto tenía el defecto de no usar medias. Afortunadamente, como es natural, no se puso de pie al presentarnos Lucía: con tacones hubiera resultado más alta que yo. Le estreché la mano, una mano larga y seca. Durante la conversación, alrededor de nuestros cafés vieneses con mucha crema batida, traté de ser brillante mostrando mis conocimientos de poesía, mi francés y mi inglés. No la invité, no me atreví a invitarla, cuando se levantó de la mesa y se fue con una conocida de ambos. Dos días después, con un dibujo a tinta, sin color, visité a Lucía en su miserable departamento. Traté de ser casual al pedirle el teléfono de Geneviève.