Me quedé dormido y me transformé en mi madre. Es un sueño que,
camuflado bajo argumentos diferentes, tengo desde niño, desde que
probé por primera vez el ardiente deseo de meterme en su cuerpo y en
sus sentidos, de saber si me quería o no, de entender lo que piensa una
mujer cuando se arregla ante el espejo, cuando está acostada pero no
duerme, cuando se impacienta al verte entrar porque estaba esperando
a alguien que no eras tú, cuando te mira y es evidente que no te está
viendo; quería encontrar el lugar de su cuerpo donde se acusaba la
temperatura de sus desasosiegos, necesitaba saber con quién soñaba o
con qué. Es una curiosidad que nunca he conseguido aplacar, semejante
al afán infantil por romper juguetes y relojes para ver cómo funcionan.
Pero cuando miro el mar, es la eternidad. Es lo único que sé. Estoy viendo lo de ayer lo de mañana, y lo de después de morirme, aunque sin contornos. Y me gusta ese vértigo.
... y el amor, pues igual, ¿de qué te extrañas? Hay que tomarlo así, como una sacudida, sólo cabe gozar de lo pasajero cuando estalla, pero como si lo miráramos en un cuadro, porqué el mar a tu casa no te lo puedes llevar, ni a una casa tan grande como la Quinta Blanca, ¿cómo crees que te vas a hacer sitio?
Me he mirado las manos y los pies, y he comprendido que pueden llevarme a donde yo quiera.
Los pájaros han nacido para volar.